miércoles, 18 de julio de 2012

Mis abuelos indios

Por Carmen Molina Tamacas


Durante las últimas semanas he asistido, por internet, a las magistrales conferencias impartidas por investigadores nacionales y extranjeros realizadas en el ciclo de ponencias de la Academia Salvadoreña de la Historia.

El título del importante ciclo de conferencias de la Academia es “Identidades compartidas. La herencia étnica y cultural en la historia de El Salvador”, y ha explorado desde la demografía en los primeros años de la colonia (Eugenia López Velásquez), las migraciones nahuas (Marlon Escamilla), la religiosidad popular (Antonio García Espada), los ritos religiosos y otros elementos de la herencia africana (Marielba Herrera y Wolfang Effenberger) y aún faltan por desarrollarse otros temas tan apasionantes como las migraciones árabes, chinas, israelíes, vascas y catalanas.
Los Tres Detectives del Espacio, santos populares en El Salvador.



Al escuchar los frutos de las investigaciones realizadas, reflexiono acerca de la tarea pendiente que existe en El Salvador en cuanto al análisis de la etnicidad. No debe de sorprendernos que a estas alturas haya gente que dude respecto a la existencia de pueblos indígenas o, peor aún, que la nieguen. Y más ahora con la explosión del turismo interno, localidades como Ataco son imán para artesanos de todas partes, pero las ventas de artesanías están llenas de productos guatemaltecos mimetizados… Tanto se habla de Ilobasco como el corazón alfarero nacional pero pocos saben que lo que compran es loza traída de Honduras, según descubrió una de mis inquietas exalumnas de las Escuelas de Jóvenes Talentos.


La etnicidad, como lo demuestran los destacados académicos que han presentados sus ponencias, no debe reducirse a algo “pasado” o “extinto”, sino a algo presente, tan presente en nuestra cotidianidad como el lenguaje, la comida y las costumbres, entre otras manifestaciones de nuestra cultura.


Que existan cultos religiosos de origen africano; que hace poquísimo tiempo los dos principales representantes y antagónicos políticos fueran de origen palestino, que las madres sigan poniendo ojos de venado y pulseras rojas a los recién nacidos y que los tamales y las tortillas sean parte de nuestra dieta básica, no es casualidad: nuestro país tiene una riqueza multiétnica que ha pasado inadvertida quizás a propósito, bajo el velo mítico del mestizaje.


De ese cúmulo de conocimientos que re-des-velan los investigadores, a nuestra disposición por medios electrónicos (YouTube), conversaba con mi amiga y colega Marielba Herrera –actualmente enfocada en investigar la herencia africana- sobre las implicaciones del Censo Nacional de Población de 2007, que por primera vez incluyó una pregunta sobre el origen étnico de los hogares salvadoreños.
Antropóloga Marielba Herrera.



Ese censo proporcionó datos sobre las poblaciones indígenas y seguramente eso incidió en algunas de las tímidas políticas gubernamentales instauradas posteriormente a favor de éstas, aunque la muestra de respeto y el reconocimiento de la “existencia” no implicó satisfacer su reclamo histórico por la tenencia de la tierra. Como lo expuso el investigador Effenberger , el censo proporcionó cifras de población ACTUAL de origen africano, pero ¿alguien los ha tomado en cuenta? ¿Y qué decir de las otras poblaciones étnicas como árabes, judíos, alemanes, chinos, catalanes que hay en el país?


Respecto a esta herencia africana que apenas comenzamos a vislumbrar, merece la pena destacar los resultados de la investigación sobre la peligrosa bacteria gástrica Helicobacter pylori, realizado por investigadores salvadoreños de la Universidad “Dr. José Matías Delgado” y colegas de la Washington University de St. Luis Misuri, Estados Unidos.


La microbióloga salvadoreña María Teresita Bertoli encabeza el equipo que logró establecer la secuencia completa del genoma de esta bacteria patógena gástrica, la cual estaría presente en gran parte de la población salvadoreña y en la mitad del mundo y sería responsable de úlceras gástricas y duodenales, cáncer de estómago y anemia.


El estudio realizó comparaciones sobre la fuerza de la bacteria en pacientes tanto en El Salvador como en Costa Rica. La bacteria fue localizada en un paciente originario de Ahuachapán.


“Desde la perspectiva antropológica es potencialmente interesante ya que las variaciones genéticas de esta bacteria en distintas poblaciones, han sido utilizadas para obtener nuevas evidencias de la evolución de los seres humanos y los movimientos migratorios  a lo largo de la historia de la humanidad.  Una inspección preliminar del genoma de la cepa salvadoreña sugiere la presencia de genes de origen africano, amerindio y europeo”, indica en un artículo inédito.


Este tipo de trabajos no sólo nos confirma la mezcla que somos, aquellos “turbios hilos de la sangre” de los que habló Francisco Andrés Escobar.   


Mientras Marielba y Wolfang nos trabajan para revelarnos las manifestaciones religiosas africanas en el oriente del país, María Teresita quiere aportar sus conocimientos para entender y combatir las enfermedades infecciosas y el cáncer gástrico.


“El análisis de genomas completos de cepas de distintas regiones del mundo y asociadas  a distintas patologías permitirá a la comunidad científica el diseño de nuevos experimentos encaminados a discernir los mecanismos que conllevan  en los seres humanos al desarrollo o no de patologías, así como al desarrollo de nuevos procedimientos diagnósticos y tratamientos más efectivos”. Los esfuerzos van encaminados, nada más y nada menos, a mejorar la salud en El Salvador… y en el mundo.


Todas esas inquietudes me asaltan no solo en el intelecto, sino en lo cotidiano, ya que estoy viviendo dos intensas experiencias con la etnicidad.


Vivo en una zona de Brooklyn (Nueva York) donde lo “distinto” es la regla: un área de fundación judía, con una gran tradición constructiva y comercial italiana, ahora convertida en el “tercer Chinatown” y uno de los principales destinos de la diáspora rusa (russian-speaking jewish) que tiene, además, una creciente población guatemalteca originaria de aldeas quichés del altiplano y una fuerza laboral mexicana importante. Eso para “resumirlo” de alguna forma, constituye una experiencia multicultural intensa e inquietante.


¿Cómo vino toda esta gente? ¿cómo es la experiencia post soviética en Estados Unidos? ¿por qué los chinos se afanan recolectando cada lata y cada botella para no perder fracciones de centavos en las máquinas del reciclaje? ¿cómo es la intimidad de los hogares judíos ortodoxos, sunitas o chiítas ubicados en mi mismo vecindario?


Hasta aquí no he hablado nada de “Mis abuelos indios”, o el pretexto para escribir este texto. Y es porque de eso se trata la segunda e intensa experiencia étnica que de mi vida: la construcción de mi árbol genealógico.


Todo comenzó hace 5 años, en la materia de Parentesco y Estructura Social que impartía Lorena Cuerno a los estudiantes que estábamos próximos a egresar de Antropología de la Universidad Tecnológica. Y fue fácil debido a la cercanía con mis familias materna y paterna. Pero apenas abarqué unas cuatro generaciones. Con el nacimiento de mi hija sentí que debía ampliar la búsqueda hacia su familia paterna y saber más de la mía.


Como cualquier “investigador”, fui esa presencia incómoda, haciendo demasiadas preguntas, y, lo peor, haciendo anotaciones; suplicando por la apertura de gavetas, baúles, álbumes. Con la pena de interrogar a mis mayores obteniendo en el peor de los casos un “ya no me acuerdo”.
El origen étnico estaba presente en las partidad de nacimiento en El Salvador en 1910.



Una certificación de la partida de nacimiento de mi bisabuela paterna, extendida en San Bartolomé Perulapía, Cuscatlán, en 1914, fue toda una revelación para mí: la Mamá Mariana, nacida en 1888, era “india”. Y esta semana, buceando en los archivos compilados por FamilySearch.org –la organización genealógica de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos días- encontré el registro del hijo de ella, mi abuelo nacido en 1910, otro “indígena”. El registro de nacimiento en 1925 de mi abuela materna, originaria de Suchitoto, Cuscatlán, dice que ella es “ladina”. Y paremos de contar, porque del resto de la parentela no hay más registros alusivos a su origen étnico. Recuerdo que en las Cédulas de Identidad Personal de alguna generación anterior a la mía, todavía aparecía esa categorización, y la más usada: “mestizo”.



¿Cuál era el criterio para asignar una categoría étnica a un recién nacido en esa época? ¿quedaba a discreción del secretario de la municipalidad por simple apreciación? ¿por qué en algunas alcaldías se hacía y en otras no? ¿por qué dejó de usarse? ¿debería seguir siendo usada?


Mis abuelos indios, como los ancestros de muchos salvadoreños, quedaron invisibilizados por el afán homogenizador heredado del etnocidio de 1932, de que aquí todos somos iguales para que nadie se sienta con derecho a pedir cosas que no están en la Constitución (y vaya que nuestra Constitución no está pasando por sus mejores días).


Me duele como siempre  en las conversaciones, comentarios y las redes sociales los insultos y las burlas siempre –siempre- tienen un enfoque étnico y discriminador: el indio, el negro, el cholero, el feo, el grencho, el culero, la marimacha… ¿por qué somos así? ¿la burla y el desprecio serán parte de nuestra identidad?
Hallar el nombre de una tatarabuela perdida en archivos de mediados del siglo XIX –que ya no existen porque la alcaldía de la localidad fue incendiada durante la guerra- de quien casi nadie tenía referencias sino lejanos recuerdos y suposiciones, y los nombres de sus padres, no tiene precio. Pero lejos de saciar mi apetito de información, me abrió más interrogantes. Quizás toda esa información no es útil para nadie más que para mí; pero en honor a la herencia que todos esos abuelitos me transmitieron, seguiré buscándolos… acaso para saber quién soy y de dónde vengo.

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