La Jolla, California. Teozinte es un pequeño poblado de Chalatenango, ubicado en la ruta hacia el cerro El Pital. Desconozco si habrá otro poblado con tal nombre, pero quizás muchos desconozcan que se trata de una referencia ancestral hacia el cultivo del maíz. El paralelismo es inevitable cuando uno de los científicos genetistas más destacados de la Universidad de California en San Diego toma una mazorca de esta diminuta variedad de maíz y explica cómo de allí ha derivado la cultura culinaria de Mesoamérica.
Robert Schmidt enseña ciencias biológicas y la experiencia le permite a simple vista identificar los mutantes, es decir, todas las variedades de mazorcas que obtienen por medio de experimentos que realizan con el objetivo de encontrar los genes que determinan el desarrollo del maíz.
El teocinte de veras que es pequeño. Es duro y oscuro. Cuesta imaginar cómo nuestros antepasados indígenas –desde el valle central de México hasta los Andes- se las ingeniaron para producir a gran escala.
El arqueólogo Paul Amaroli, radicado en El Salvador, enseña que una de las investigaciones científicas más serias en torno a la agricultura de esta región cultural se llevó a cabo hace un par de décadas en México con el nombre de Proyecto Teotihuacan. La pesquisa dio como resultado el hallazgo de las más antiguas mazorcas de teozinte, o al menos lo que quedó de ellas después de haber sido carbonizadas dentro de una cueva. Eso confirma que esta planta ha formado parte de nuestra dieta desde hace cientos de años.
“La pregunta que uno se hace es por qué –los indígenas mesoamericanos- empezaron a cultivar teozinte. No hay mucho alimento aquí”, explica Schmidt al mostrar los pequeños granos ocultos entre las tusas. Existen hipótesis, añade, que originalmente los indígenas se comían el tallo –así como chupamos el jugo de la caña- para obtener nutrientes del jugo. Es posible que, accidentalmente, alguna de esas semillitas cayó accidentalmente en el fuego y explotó, lo que derivó en una amplia variedad de aplicaciones alimenticias.
Sabemos, a raíz de las investigaciones de Payson Sheets en el sitio arqueológico de Joya de Cerén, en el departamento de La Libertad, que los indígenas desarrollaron una importante producción agrícola. ¿Sabían, por medio de su sabiduría ancestral, cómo maximizar el rendimiento de la producción de sus milpas? ¿Qué hicieron los incas para lograr que sus mazorcas se contaran entre las más grandes de las que existen?
Miles de años después, Schmidt acepta la riqueza de la cultura del maíz. Su enfoque, y el de sus alumnos, es genético: controlan la polinización para hacer cruces y analizar los resultados.
El laboratorio es una frondosa milpa… y se encuentra de todo. Hay plantas enanas y elotes que nacen a ras del suelo, ya que los tallos de sus plantas presentan una mutación recesiva al carecer de un gen que les permite ir contra la gravedad.
El científico aclara que los experimentos también benefician a los investigadores que quieren investigar la resistencia de las plantas. Y que no hay que temer de este tipo de cosas porque no son Frankenteins alimenticios. Se trata de maíz genéticamente modificado pero nunca su Ácido Desoxirribonucléico (ADN) ha recibido genes de otro tipo.
“Teosinte. Ancestror of corn”, ha rotulado la muestra que expone ante nuestros ojos.
En plena era de los biocombustibles, donde el maíz constituye una alternativa para la producción de etanol, la investigación genética aporta cada día más información sobre esa fantástica planta que, por milenos, nos ha alimentado.
(Artículo publicado en El Diario de Hoy, julio de 2007)
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