San Isidro, California. “Quien leyere esta oración, la oiga leer o la lleve consigo, no se quemará, no se ahogará, ni podrá ser envenenado con ningún veneno, caer en manos de sus enemigos o ser vencido en las batallas”.
Una bolsa plástica transparente, aún entre la basura, resguarda algunas de las pocas cosas que acompañaron a Baldemar Revuelta en su travesía hacia Estados Unidos. Entre los papelitos con nombres y números de teléfono, recibos de transacciones electrónicas y un calendario de 2006 del Hotel Reforma –ubicado en la zona central entre Bravo y México- figura esta gastada estampita con la oración a la Santa Cruz de Jerusalén, a quien dirige sus ruegos todo aquel que emprende un viaje peligroso.
Revuelta no logró pasar inadvertido para los cientos de ojos policiales que vigilan la enorme pared que, en San Isidro, divide a Estados Unidos de México. Como cientos de inmigrantes, fue apresado. Si era mexicano, fue fichado como criminal y devuelto a su país casi de inmediato. Pero si era centro o suramericano, su detención debió haber implicado un proceso más complejo, como el internamiento en una prisión y la deportación vía terrestre o aérea.
En esta frontera, capturar a los inmigrantes, ficharlos y deportarlos a México es un procedimiento que se realiza una y otra vez, de día y de noche. “Siempre es lo mismo”, explica tranquilamente el agente Peter de Pasquale, quien desde hace unos 12 años trabaja en este sector. Hoy, en una tarde del desalmado verano costero, es el encargado de tomar la llave y truncar, por lo menos esta vez, las aspiraciones de un pequeño grupo de hombres, que baja del bus con aspecto exhausto, luego de ser trasladado de la estación policial de Imperial Beach.
El oficial a cargo del transporte entrega el expediente a De Pasquale, éste firma de recibido y los detenidos recibe sus escasas pertenencias. El celador de lentes y guantes oscuros quita llave a un candado y les hace volver a Tijuana cruzando una puertecita que colinda con la banda giratoria que apenas si contiene el caudal de comerciantes, habitantes de la zona y turistas de pomposas poses y cámaras fotográficas. En un abrir y cerrar de ojos, el grupo de deportados se desvanece entre la multitud. En esta frontera el río no es abundante como el torrente de la desesperanza.
La única testigo -inerte e inanimada- de los intervalos de actividad en este espacio de escasos metros cuadrados donde confluyen tantas historias de tristeza y desamparo como la cantidad de huellas en la tierra, es una mochila azul.
Tirada, al pie del muro, comparte la sombra con una camisa que emana el tufo de la insolación y la derrota de alguien que depositó la fe en la Santa Cruz de Jerusalén pero que nunca llegó a Estados Unidos.
(Artículo publicado en El Diario de Hoy, julio de 2007)
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